sábado, 20 de agosto de 2011

Mitos y leyendas: El descubrimiento de América, Colón y demás historias


Que el enigmático navegante envolvió su vida anterior a su llegada a Castilla en el más absoluto secreto es cosa sabida. Nada se sabe sobre su verdadero origen. Conjeturas sobre su persona se han hecho de todo tipo: genovés, la más extendida; pirata mallorquín, judío converso, aristócrata italiano... En fin, si no se supo cuando aún vivía, menos se sabrá ahora, cinco siglos después de su muerte. Ni siquiera sus hijos, Diego y Hernando, soltaron prenda. Hasta su firma, que figura en la cabecera de a entrada, ya es un jeroglífico que muchos historiadores han intentado descifrar. Solo se tiene claro el final: XPO FERENS, una especie de transcripción de su nombre de pila, Cristóbal, en griego (Christophoros). Pero no es de los oscuros orígenes del almirante de lo que quiero hablar hoy, sino de las erróneas creencias que, debido a los historiadores del Romanticismo, se han propalado y la inmensa mayoría del personal dan por ciertas. Vamos a ellas:

La reina, que está con la hucha vacía, empeña sus joyas para financiar la empresa


Queda muy bien en los libros de historia ese arrebato de generosidad, pero su Católica Majestad no empeñó nada. El gasto de la expedición corrió a cargo de Luis de Santángel, de los Pinzón y de una parte de los vecinos de Palos de la Frontera, que tenían pendiente una multa por contrabando. Es cierto que el erario castellano estaba bajo mínimos tras los cuantiosos gastos que supuso la reconquista de Granada, pero la parte que le tocaba del gasto la puso Santángel. En todo caso, fue Castilla la que arrostró el costo del viaje, y a quien pertenece la gloria del descubrimiento. Aragón ya se había expandido hacia el Mediterráneo, y el rey Fernando estaba mucho más interesado en mantener sus posesiones en Italia que en emprender y costear una expedición de dudoso resultado. En eso, a pesar de su incuestionable inteligencia (Maquiavelo se inspiró en él al componer su obra El príncipe), se equivocó. Además, hay que tener en cuenta que, en aquella época, Castilla y Aragón eran reinos totalmente diferentes. La verdadera unión la llevó a cabo Carlos I. Isabel y Fernando pusieron el germen, pero España como tal nació con su nieto.

Luis de Santángel

Este sujeto, un converso de origen judío y nacido en el reino de Aragón, vio en la empresa de Colón una oportunidad de negocio, como se dice ahora, para obtener dos fines, a saber: uno, obtener pingües beneficios del más de millón de maravedises que puso de su bolsillo para costearla, y otra, obtener de la corona un certificado de pureza de sangre. Esto último, en una época en que el Santo Oficio miraba con lupa el árbol genealógico del personal, podía significar tanto para él como sus descendientes un seguro de vida a perpetuidad. Aunque nacido en Aragón, Santángel se convirtió en el prestamista oficial de la corona castellana, siempre falta de dineros. Ciertamente, la cosa le salió bordada. Es evidente que los de su raza siempre han tenido un olfato especial para los buenos negocios.

Los hermanos Pinzón

Aunque son más conocidos el mayor, Martín Alonso, y el menor, Vicente Yáñez, había otro más, Francisco Martín, si bien este último tuvo escaso protagonismo en la empresa. Los Pinzón eran unos adinerados armadores de Palos que, al igual que Santángel, vieron en la controvertida idea de Colón una ocasión de hacerse de más riquezas. Su aportación económica fue cuantiosa, alrededor de medio millón de maravedises. Además, ofrecieron en alquiler dos carabelas de su propiedad, la Niña y la Pinta. Desde esta última fue desde donde Rodrigo de Triana avistó tierra a eso de las cuatro de la mañana del 12 de octubre de 1492. No tuvieron buenas relaciones con Colón, especialmente Martín Alonso. En todo caso, poco pudo saborear este último la gloria de ser partícipe de la empresa, ya que murió a los pocos meses, posiblemente de sífilis. Por cierto, los retratos que pongo son solo para adornar. No existen retratos verdaderos de ambos hermanos.

Rodrigo de Triana

Ni se llamaba Rodrigo ni era de Triana. Su verdadero nombre era Juan Rodríguez Bermejo, y era natural de Lepe (Huelva), si bien parece que su mote obedecía a que ejerció su oficio en el arrabal sevillano. Hay que tener en cuenta que Sevilla, desde los tiempos más remotos, fue un fructífero puerto fluvial por ser el Guadalquivir navegable (en aquella época se podía llegar en barco incluso a Córdoba). Al parecer, nunca recibió la recompensa ofrecida por Colón al primero que avistase tierra. El almirante, siempre ansioso de gloria, hasta se arrogó el privilegio haberla visto antes. Era cicatero en grado sumo.
Las tres carabelas

Que no eran tres, sino dos. La Santa María era una nao, una nave de más porte, dotada de castillo de proa, si bien más lenta y menos marinera que las carabelas. La Santa María, rebautizada para la ocasión con el nombre de la Virgen, era propiedad del marinero de Santoña (Cantabria) Juan de la Cosa, y su verdadero nombre La Gallega. La nave fue alquilada a la corona, ejerciendo su dueño de piloto de la misma durante el viaje, y siendo él mismo el que levantó la primera carta náutica de la zona en el año 1500. La Santa María no volvió de la expedición. Hay bastante controversia acerca de su encallamiento, posiblemente propiciado por Colón para impedir que los Pinzón llegaran antes a España con la noticia ya que sus carabelas eran bastante más rápidas. En todo caso, con su madera se construyó el primer establecimiento occidental en las Indias, el fuerte de la Natividad, el cual fue arrasado por los indios y su guarnición exterminada. De la Cosa recibió por parte de la corona una indemnización por la pérdida de su navío.

Y por último, el artífice de esta historia, el almirante don Cristóbal Colón

Hay una enorme bibliografía sobre este enigmático personaje, y este no es sitio para dar cuenta de su vida con pelos y señales, así que me limitaré a dar mi versión de como se gestó la empresa en función de lo que llevo leído sobre el tema. Ojo, me baso en hipótesis con un mínimo de lógica, nada de estrambóticas conjeturas que van desde a que Colón era mujer, o que la en estos tiempos omnipresente orden del Temple estaba en el ajo. Así pues, digo que Colón sabía donde iba. Eso lo tenía clarísimo desde el primer momento, porque su empeño en buscar patrocinio lo llevó por media Europa, que en aquellos tiempos no era moco de pavo moverse de un lado a otro si no era por algo verdaderamente importante y, sobre todo, sabiendo lo que se llevaba entre manos. El como obtuvo la información no se sabrá posiblemente jamás. Ya se encargó él de no dejar rastro de nada. Pero hay tres cosas que siempre me llamaron la atención, y que me inducen a pensar que conocía la ruta, y que tenía una idea muy exacta de lo que iba a encontrar.

1: Ante todo, el empeño que puso el padre Marchena en buscarle patrocinadores. Este franciscano, hombre de cierta influencia, ¿iba a poner en juego su prestigio y hacer el mayor de los ridículos apoyando con tanto empeño una idea aparentemente tan peregrina? Diría que no. Sin embargo, Marchena nunca soltó una palabra, y su aparente fe en Colón era una mera cuestión de confianza. Y digo yo, ¿no sería posible que Colón, viendo que la junta de sabios de Salamanca pasaba olímpicamente de él, le contó la verdad del Credo a Marchena (este hombre era astrónomo y sabía del tema), pero bajo secreto de confesión? De esa forma, Marchena tuvo constancia de la viabilidad del proyecto, pero el secreto de confesión le impedía decir una palabra. Y, por otro lado, ¿cómo pudo Marchena convencer a los Pinzón para que tomaran parte en la empresa? Poner en juego nada menos que medio millón de maravedises y dos buenas naves, aparte de sus vidas, en manos de un desconocido que no aportaba un solo dato fiable para los conocimientos de la época no es cosa que se haga como no se tenga clarísimo que es una inversión muy segura. Además, los Pinzón se jugaban su prestigio personal, ya que gracias a su influencia se consiguieron los tripulantes que faltaban, ya que el resto iban obligados por la corona por la multa mencionaba antes a los vecinos de Palos. En definitiva, Colón pudo zarpar porque contó, si no todo, gran parte de su secreto a Marchena, y por eso este dio la cara por él. Marchena podía tener fe ciega en Dios, que para eso era un clérigo, pero no en un extranjero que un buen día apareció por La Rábida tras darle el rey de Portugal con la puerta en las narices.

Diario de a bordo de Colón
2: Colón llevaba un cuaderno de bitácora secreto (es de lo poco que ha quedado constancia de tanto misterio), en la que anotaba diariamente la distancia real recorrida, que siempre era mayor a la que anotaba en el diario de a bordo oficial de la nave. La explicación que se da normalmente es que lo hacía para que la tripulación, muy acojonada por adentrarse en el Mar Tenebroso, no se pusiera nerviosa y poder así justificar una travesía más corta. En eso se equivocó, porque Colón partía de un dato erróneo, que era el diámetro de la Tierra de 700 leguas calculado por Ptolomeo. Eso, precisamente, hizo que la duración del viaje fuera mayor de lo previsto, lo que supuso un conato de motín que no llegó a estallar por la enérgica autoridad de los Pinzón (Colón carecía de la más mínima autoridad entre las tripulaciones, entre otras cosas por su condición de extranjero). Sin embargo, errores de cálculo aparte, me inclino a pensar que Colón llevaba esa contabilidad falsa con un único fin: que nadie pudiera demostrar que él ya conocía la distancia de antemano. Se hubiera visto en una situación muy comprometida ante la corona si se hubiera sabido ya que, en sus entrevistas con los de Salamanca, en cuanto le exhortaban a que se dejase de historias y pusiera sobre la mesa datos fiables, salía por los cerros de Úbeda y soltaba unas salmodias místicas acerca de que era un elegido de la Providencia, y de lo chulo que sería evangelizar a los nativos de allende el mar. Si hubiera expuesto sus conocimientos con claridad, posiblemente habría convencido a los sabios de Salamanca sin problema, pero Colón no se fiaba ni se su sombra, y siempre temió que le pisaran el hallazgo.

3: Juan de la Cosa y Pedro Niño, piloto de la Niña, ambos expertos navegantes, se sorprendieron de como, una vez llegados a tierra, Colón se movía por aquel dédalo de islas con una facilidad pasmosa, sabiendo incluso donde iban a llegar al día siguiente. Es más que evidente que alguien que desconoce un terreno no sabe ni a donde dirigirse, pero Colón sí lo sabía. Dudo mucho que, como dicen algunos, ya había estado antes allí. Si así fuese, la misma expedición que lo llevó estaría formada por más hombres, los cuales también habrían comunicado el secreto. Pero nadie propuso en toda Europa esa expedición. Solo él fue el que se atrevió a emprenderla. Pero sí me queda claro que sabía donde iba, y lo que iba a encontrar. Puede que incluso supiera que aquello no era Cipango, pero quizás lo omitiese porque hablar de un nuevo continente en una época en la que muchos aún creían que la Tierra era plana podía indigestar el cerebro de más de uno.

En todo caso, jamás se sabrá la verdad. Colón puso tanto empeño en mantenerlo todo en secreto que no quedó ni rastro de notas o cartas que puedan desvelar el origen de su empresa. La enormidad del descubrimiento y lo que suponía económicamente hablando a la siempre endeudada Castilla hizo que nadie se preocupara de pedir explicaciones al almirante. Él cumplió su palabra y todos contentos, y nadie pidió tampoco explicaciones a su hermano o a sus hijos. Cuando los galeones cargados de oro, plata y piedras de valor empezaron a llegar a España, la hazaña de Colón fue señalada como algo providencial, pero la Providencia no sabe de astronomía ni de geografía. El almirante sí.

Termino diciendo que se ha cometido un acto de inmensa ingratitud con el hombre que nos dio el mayor imperio conocido. América debió llamarse Colombia. Américo Vespuccio no llegó en méritos al almirante ni a la suela del zapato, qué carajo. 

Hale, he dicho



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