lunes, 20 de noviembre de 2017

Atentados contra Hitler


Hitler pasando revista a una unidad del Leibstandarte. A su izquierda vemos el comandante de la división, el
SS-Obergruppenführer Josef Dietrich. A pesar de aparecer siempre rodeado de guardias, su seguridad dejaba
mucho que desear. Por desgracia, su suerte parecía que no le hacía precisar de protección alguna








Generalmente, cuando sale a relucir el tema de los atentados que sufrió el ciudadano Adolf casi todo el mundo levanta una ceja ante el plural. ¿Atentados?, preguntan un tanto perplejos, porque la mayoría piensa que solo tuvo uno, cuando el valeroso coronel Claus Schenk, conde von Stauffenberg casi logra mandar a hacer puñetas al incombustible führer en la sala de mapas de la Wolfsschance el 20 de julio de 1944. Sin embargo, la realidad es que ese atentado, aunque es el más famoso de todos, fue el último de los muchos que sufrió a lo largo de su vida. Obviamente, este resultó ser el más sonado ya que fue planificado y perpetrado por la élite del ejército alemán, un poco hartos de la abyecta tiranía nazi y, por qué no decirlo, ante la inminente derrota que se avecinaba y que dejaría Alemania convertida en un solar, como así ocurrió. 

Sala de mapas de la Wolfsschance tras el atentado del 20 de julio.
En esta ocasión se libró gracias a la robusta y gruesa mesa de roble
que le protegió de la explosión
Sin embargo, antes incluso de su ascenso al poder ya hubo probos ciudadanos anónimos que, viendo la trayectoria de nuestro hombre, decidieron por su cuenta que lo más recomendable para la humanidad era finiquitarlo antes de que la cosa llegase a mayores. Esto les honra sobremanera tanto en cuanto eran personas normales y corrientes, sin los medios ni el poder que tuvieron a su disposición todos los implicados en la Operación Walquiria, así que bastante mérito tuvieron solo por el hecho de intentarlo. Pero como ya vimos en la entrada que dedicamos al periplo militar del cabo Adolf, parece que la Providencia había tocado con el dedo a este nefasto personaje ya que no solo salió vivo tras cuatro años de guerra, sino que también logró esquivar de forma sorprendente y totalmente inconsciente los peligros que se fueron cerniendo sobre su persona a lo largo de su mandato. 

Cartel callejero en el que se anuncia un
mitin de Hitler en febrero de 1925 en
la Bürgerbräukeller de Munich
De hecho, el primer atentado lo sufrió nada más meterse en política, concretamente en noviembre de 1921 y en una sala atestada de público entre los que había unos 300 miembros de los partidos comunista y socialista dispuestos a chafarle el discurso. Hitler, con su habitual verborrea agresiva y grandilocuente los provocó con un venenoso alegato contra los hipotéticos asesinos de Erhard Auer, jefe de la mayoría socialista del Reichstag un mes antes, el 25 de octubre. De momento se organizó una trifulca fastuosa en la que los guardias de corps de Hitler, sus SA leales hasta la muerte, las pasaron canutas para contener aquella masa cabreada mientras llegaba la policía. La cosa acabó a tiros incluyendo los que disparó el mismo Hitler, que siempre acudía a sus mítines armado con una pistola por si acaso. Al final la cosa no pasó a mayores a pesar de que el local quedó patas arriba, con más de 150 jarras de cerveza partidas en los cráneos del personal y el mobiliario hechos añicos, pero fue el primero de los muchos intentos que hubo para quitarlo de en medio. En 1923 tuvo otros dos más, uno en Turingia y otro en Leipzig cuando unos desconocidos dispararon contra él pero, como está mandado, sin acertarle. No se pudo detener a los aspirantes a asesinos. 

Aspecto del interior del Sportpalast durante un mitin de Hitler
Otro caso que es una preclara muestra de la inmensa potra que tenía este hombre lo tenemos en el intento por parte de un miembro de las SS en el Sportpalast de Berlín. El traidorzuelo planificó un atentado que no podía fallar, colocando  una bomba bajo la misma tribuna donde Hitler largaría uno de sus berreantes discursos. Aprovechando su cercanía a la misma, en el momento adecuado prendería la mecha y el belicoso führer saltaría hecho pedazos. Hitler llega al Sportpalast rodeado de sus pelotas, todo su séquito se acomoda en la tribuna y, mientras algunos gerifaltes del partido llevan a cabo la habitual introducción al discurso del führer, al SS conspirador, quizás por los nervios, le entra un retortijón que le obliga a salir echando leches al servicio a aliviarse los intestinos. No le preocupa demasiado porque sabe que los discursos de presentación duran lo suyo, y los de Hitler aún más, así que se marcha a los aseos del local a toda prisa. Pero el destino nuevamente se puso de parte de Adolf, porque cuando el SS quiso salir del retrete se estropeó el picaporte de la puerta y se quedó encerrado sin que pudiera salir hasta que terminó el mitin. Ya es tener suerte, ¿no? Lo nunca visto: salvarse por una cagalera del asesino.

Hitler solía desplazarse en coche de una ciudad a otra para
acudir a sus movidas. De hecho, le apasionaban los
automóviles y hasta era un verdadero entendido en el tema
En 1932 tuvo otro tres atentados más, y eso que aún no era el mandamás supremo. El primero tuvo lugar el 15 de marzo, cuando viajaba en tren desde Munich a Weimar. En un punto del trayecto fue tiroteado por unos desconocidos que, naturalmente, pudieron escapar sin problemas mientras que el tren se detenía. En el mes de junio sufrió otro ataque, en esta ocasión viajando en su vehículo en la ciudad de Straslund. Un grupo armado se lió a tiros con el potente Mercedes en el que solía desplazarse, sin que en esta ocasión lograran tampoco rozar siquiera al afortunado Adolf. Un mes después y a falta de armas de fuego llegaron incluso a apedrearlo, también con nulos resultados ya que lo único que lograron fue producirle un pequeño rasguño en la cabeza. Es indudable que, ante tal cúmulo de atentados fallidos, hasta un ateo contumaz acabaría convencido de que era un protegido de Dios. 

La Bürgerbräukeller durante un mitin de Hitler. Aquello, más que una
cervecería, era un palacio de congresos. Tenía capacidad para 3.000
personas nada menos, y en su interior tuvieron lugar verdaderas batallas
campales hasta la subida al poder de Adolf en 1933
En fin, casos como estos tuvo muchos más que, al cabo, quedaron en intentos fallidos que, siempre que se pudo, fueron ocultados a la opinión pública porque, lógicamente, saber que al amado führer del Reich de los Mil Años estaban todos los días intentando quitarlo de en medio no era precisamente una propaganda que le favoreciera demasiado, así que, por norma, se corría un tupido velo para que no trascendieran los continuos intentos por acabar de una vez con el ciudadano Adolf. Sin embargo, hubo otros casos que, aunque también sin éxito, han podido ser rescatados del olvido ya que los conspiradores pudieron ser atrapados por la policía, y lógicamente no quedaron en simples ataques infructuosos llevados a cabo de mala manera aprovechando cualquier sitio adecuado para una emboscada callejera. Así pues, dedicaremos esta entrada a un peculiar intento de atentado que sufrió el ya canciller Adolf que, además, tuvo una serie de implicaciones de tipo diplomático muy irregulares ya que el que lo planificó ni siquiera era alemán. Pero, sobre todo, lo más significativo de esta historia fue la manifiesta incompetencia que mostró la policía alemana a la hora de prevenir los diversos intentos que el aspirante a asesino benéfico llevó a cabo para intentar culminar su proyecto, lo que en parte desmonta el mito de la implacable eficacia de las diversos cuerpos policiales tedescos. Dicho esto, al grano...

Maurice Bavaud. Viéndolo, cualquiera diría que
era incapaz de matar a una mosca
Bien, nuestro hombre era un ciudadano suizo de la zona francófona por nombre Maurice Bavaud, nacido en 1916 en Neuchâtel en el seno de una familia de clase media católica hasta el tuétano. Tanto es así que, tras llevar a cabo sus estudios convencionales, en 1935 decidió ingresar en un seminario, concretamente en la École Saint-Ilan Langueux en St. Brieuc, en Bretaña, donde al cabo de cuatro años sería teóricamente ordenado sacerdote. Como vemos, un perfil un tanto peculiar para un futuro magnicida. Sin embargo, en dicho seminario conoció a un tal Marcel Gerbohay, un sujeto bastante extraño, posiblemente esquizofrénico y que aseguraba que descendía de la familia Románov, por lo que no solo odiaba profundamente a Stalin en particular y al comunismo en general, sino que también pensaba que Hitler era culpable de que el padrecito Iosif se mantuviera en el poder por no haber atacado a la Unión Soviética nada más ser nombrado canciller. Gerbohay, carismático y persuasivo como suele ser habitual en este tipo de chalados, rápidamente se hizo con una pequeña corte de fieles seguidores que bautizó pomposamente como la "Compagnic du Mystère", la Sociedad del Misterio, entre los que se encontraba, como no, Maurice Bavaud.

El seminario de Saint-Ilan actualmente
La Sociedad del Misterio era el típico grupúsculo estudiantil que se dedicaban a perder el tiempo en interminables debates chorras en vez de estudiar, manteniendo apasionadas discusiones acerca de lo malvado que era Stalin, lo perverso del comunismo y lo blandengue que había sido Adolf por no haberles metido mano en seguida. Además, a Bavaud, como buen meapilas y de ideas más bien de extrema derecha, le preocupaba sobremanera el hecho de que el nazismo era una ideología neo-pagana que, además, perseguía a los buenos católicos que osaban enfrentarse al régimen. La conclusión final es que como Stalin les pillaba un poco lejos, lo mejor era liquidar a Hitler ya que, según Gerbohay, su muerte favorecería el retorno al poder de los Románov de los que decía descender. Parece ser que dentro del pequeño grupo de seminaristas se estableció una relación bastante, digamos, especial, entre Bavaud y Gerbohay, afirmándose incluso que pudo tener incluso connotaciones de tipo homosexual en base al apasionado tono que empleaban en su correspondencia, mucho más afectivo que el habitual entre amigos íntimos. Sea como fuere, eso no se probó nunca si bien sí se sabe a ciencia cierta que el estado mental del pseudo-románov no era precisamente equilibrado, y que le daban a veces unos avenates que obligaban a enviarlo a un sanatorio mental para que se recuperase. En definitiva, estaba como una cabra, y lo peor es que convenció al memo de Bavaud para que fuera a matar a Hitler, al que consideraba un anticristo, una encarnación de Satán y, para colmo, el supuesto culpable de que Stalin siguiera mangoneando en el Kremlin.

Primera edición del Mein Kampf de 1925. Al principio se
vendía más bien poco, pero con la llegada de Hitler al
poder se convirtió en un nº 1 en ventas. Solo en 1933 se
vendieron un millón y medio de ejemplares
La cosa es que a Bavaud le comió el coco a base de bien. Cuando llegaron las vacaciones estivales de 1938 volvió a su casa para empezar a preparar el atentado, poniéndose a aprender alemán a toda prisa para poder desenvolverse en Alemania. Además, se empolló el Mein Kampf de cabo a rabo para hacerse pasar por un nazi solvente, y cuando consideró que ya estaba capacitado para hacer frente a su reto de largó en busca de su glorioso destino. El 9 de octubre se marchó de casa dejando una nota diciendo a la familia que no se preocupasen, lo que generalmente suele preocupar bastante a los destinatarios de ese tipo de mensajes, y no sin antes trincarle a su venerable padre 600 francos suizos para poder desenvolverse en Alemania. Para no llegar sin saber cómo y dónde moverse se trasladó a Baden-Baden, donde tenía unos parientes lejanos que, aunque lo acogieron en su casa, no les hizo ni pizca de gracia la llegada repentina de Bavaud. Parece ser que el principal motivo de recalar en casa de estos parientes era que uno de ellos, concretamente su primo, un tal Leopold Gutterer, tenía un cargo de importancia en el Ministerio de Propaganda, y que a través de él podría acercarse a su objetivo. Sin embargo, Leopold se olió algo raro y no quiso saber nada de su primo, e incluso informó a la Gestapo local para que lo investigasen, cosa que por cierto no hicieron. Total, que a la vista de que sus parientes no iban a facilitarle su proyecto optó por largarse a Berlín, donde habitaba su presa.

Pistola Haenel Schmeisser. Con un cargador para seis
cartuchos calibre 6,35 mm. no valía para mucho más
que para despachar a un cuñado a medio metro de distancia
Camino de la capital hizo escala en Basilea, donde adquirió el arma homicida, una pequeña pistola Haenel Schmeisser modelo 1 de calibre 6,35 mm., lo que denota que el magnicida en ciernes no tenía ni idea de qué iba el tema porque ese tipo de pistolas, muy útiles como armas de autodefensa por su pequeño tamaño, sólo eran verdaderamente válidas para disparar a distancias muy cortas. Su calibre, de escasa potencia, y su cañón corto no eran los más adecuados para abatir a un hombre situado más allá de 5 ó 10 metros. En definitiva, sólo le resultaría útil si podía acercarse a Hitler para dispararle a bocajarro, así que tendría que planear la forma de aproximarse a un hombre que, por norma, siempre que aparecía en público estaba rodeado de guardias de las SS, de su corte de pelotas y demás gerifaltes y, sobre todo, del público fanatizado que asistía en masa a sus apasionados discursos sobre lo fabulosa que era Alemania, lo guays que eran los arios y que en breve serían los amos del mundo.

Entrada al Berghof. Para llegar hasta ahí había que pasar por varios
controles vigilados por tropas de las SS
El 21 de octubre llegó a Berlín y, como si un ángel de la guarda satánico o algo por el estilo guiara los pasos del führer, comenzó una peculiar persecución en la que Bavaud no paraba de seguirle la pista de forma infructuosa. Vean, vean... Nada más llegar a la capital y buscar alojamiento, empezó a indagar cómo poder aproximarse a su objetivo pero, mira por donde, tras estar vigilando la cancillería para controlar sus horas de llegada y salida se entera de que se había largado a Berchtesgaden, a 550 km. de allí. Echando maldiciones bíblicas se puso en camino a los Alpes Bávaros, y cuando llegó se enteró de que se había marchado a Munich. Es evidente que la voluntad de Bavaud era férrea, porque cualquier otro le habría hecho dos higas a Hitler y se habría vuelto a su apacible seminario a seguir escuchando las chorradas del pirado de Gernohay. Pero, en vez de eso, prefirió quedarse por la zona para estudiar las medidas de seguridad del Berghof, el cuartel general de Hitler en Berchtesgaden. Además, aprovechando la inmensidad de los bosques de la zona, decidió entrenarse un poco con su pistolita, llegando a la conclusión de que, en efecto, era incapaz de acertarle a algo del tamaño de un hombre a más de 5 metros. 

La procesión muniquesa que celebraba el fallido Putsch. Al frente vemos
a Streicher seguido de Grimminger portando la Blutfahne. Detrás, más al
fondo, se atisba a Hitler con Göring a su derecha. En los pebeteros
que se ven a los lados de la calle se ponían los nombres de los caídos del
partido a modo de homenaje
Con todo, tuvo suerte porque conoció de forma casual a un policía, un tal Karl Deckert, al que le cayó en gracia el supuesto fervor nacionalsocialista de aquel joven de aspecto pulcro y tan educadito que tanto ansiaba ver al excelso führer de cerca. Así pues, sin pararse a pensar que igual le estaba tomando el pelo o que podía ser, como en efecto era, un conspirador, le informó que la mejor ocasión sería entre los días 8 y 9 de noviembre en Munich, fecha en la que se celebraba el fallido Putsch de 1923 que acabó con Hitler, Rudolf Hess, Emile Maurice y demás colegas en la cárcel de Landsberg por golpistas. Estaba claro que esa sería la ocasión perfecta ya que Hitler se desplazaría a pie desde la  Bürgerbräukeller, la famosa cervecería donde se gestó el golpe, hasta el Feldherrnhalle, donde el ejército paró en seco la intentona a tiro limpio y donde los nazis obtuvieron sus primeros mártires. La comitiva iría encabezada por Julius Streicher, Gauleiter de Nuremberg y editor del furibundo periódico anti-semita Der Stürmer, seguido por el omnipresente Jakob Grimminger, el sempiterno portador de la Blutfahne, la Bandera de Sangre manchada con los hematíes de los caídos durante el Putsch y que era el más valioso símbolo del partido.

Otra foto de Hitler durante la procesión anual de Munich
A base de dar la murga y haciéndose pasar por un corresponsal de prensa suizo logró una localidad en una tribuna preferente, lo que denota una vez más la incompetencia de la policía ya que ni siquiera le pidieron algún tipo de acreditación. Bavaud, que evidentemente tenía la jeta de cemento armado, logró el pase y desde primera hora del día 9 de noviembre ya estaba en su sitio, aguardando la llegada de la comitiva. Tras un buen rato de espera, ya que la procesión se detenía cada dos por tres para llevar a cabo los diversos honores previstos, por fin tuvo a Hitler ante él. Pero, una vez más, el destino estaba a su favor. Empuñando la pistola en el bolsillo de su abrigo, vio que sería imposible acertarle. Hitler caminaba por el lado opuesto de la anchurosa calle flanqueado por Himmler y Göring y, para colmo, la llegada del führer hizo que una masa de brazos se levantasen de golpe. La multitud, totalmente volcada con el canciller, hacía el Hitlergruß, el saludo a Hitler, por lo que intentar disparar entre aquel bosque de brazos era totalmente imposible. In extremis, pensó en abalanzarse contra él y dispararle a quemarropa, pero el férreo cordón de seguridad se lo impediría, así que optó por batirse en retirada con la moral bastante decaída por el enésimo fracaso. El puñetero Hitler se le antojaría inalcanzable. 

Postal en color del Berghof en su época dorada. Enclavado en el corazón
de los Alpes bávaros, era un lugar de ensueño con unos paisajes de esos
que solo salen en las películas de Heidi
Pero no era Bavaud un hombre que se viniese abajo así como así. Antes al contrario, y considerando que su misión era salvar al mundo de aquel retoño del Maligno, ideó una treta tan absolutamente chorra que casi le salió bien. Tomando papel y pluma escribió una supuesta carta de presentación en la que un hipotético ex-ministro francés lo recomendaba al mismísimo führer. Y como Hitler se había largado de nuevo al Berghof, pues allá que tuvo que dirigirse. El día 10 por la tarde estaba en el primer puesto de control con la puñetera carta, diciendo al centinela que se la tenía que entregar personalmente al führer. Y el centinela, en vez de indagar quién leches era aquel desconocido y quién puñetas era el que firmaba la carta, pues le dijo que podía pasar, pero que se olvidase de ver a Hitler porque había vuelto a Munich. Este hombre viajaba más que un vendedor de mantas zamoranas, pero Bavaud siguió en sus trece y, por lo que vemos, sus fracasos solo servían para estimularlo aún más.

La Braunes Haus, la Casa Parda, en Munich. Este ostentoso edificio, que
había sido propiedad de un empresario británico por nombre William
Barlow, fue vendido por su viuda al NSDAP en 1930. Durante la guerra
sufrió graves daños durante los bombardeos hasta que quedó destruido
De vuelta a Munich redactó otra carta, esta vez escrita a máquina, en la que el firmante sería un líder nacionalista francés por nombre Pierre Taittinger, con la que se presentó en la Casa Parda, el cuartel general del partido en Munich, contando la misma historia de que debía entregarla en persona. Pero Hitler no estaba (qué raro, ¿no?), y un amable funcionario le dijo se fuese olvidando de ser recibido personalmente por el führer, pero que no se preocupase, que él mismo se la entregaría o bien que la mandase por correo. En esta ocasión, nadie se molestó tampoco en verificar la autenticidad de la carta, y mucho menos la identidad del supuesto recomendado. En definitiva, que si Hitler no hubiera tenido la suerte que tuvo y solo hubiese dependido de su sistema de seguridad se lo cargan, fijo. Pero aún lo volvió a intentar aquel mismo día, tomando un tren que lo llevase de nuevo a Berchtesgaden, donde llegó bien entrada la noche y prácticamente sin dinero ya que lo poco que le quedaba de los 600 francos con que salió de su casa se lo había gastado casi todo en el billete de tren. Siendo de noche daba por sentado que sería absurdo presentarse, así que se le desplomó su monolítica voluntad y se rindió porque, para colmo, se había caminado los 10 km. que había desde la estación al Berghof para nada. Así pues, decidió que su sacrosanta misión acababa de irse al carajo y decidió volver a casa.

Cuartel general de la Gestapo en Berlín, en la tristemente famosa
Prinz Albrecht Straße número 8. Por ahí lo mejor era no pasar ni para
ir a cobrar un décimo premiado de la lotería
Francamente, no creo que haya habido en la historia tantas intentonas fallidas, pero nuestro hombre llegó al límite habiendo tenido una única posibilidad que, como hemos visto, era totalmente inviable. Sea como fuere, la cosa es que sus últimas monedas las gastó en el billete para volver a Munich y, desde allí, coger los trenes necesarios por la cara intentando escaquearse de los revisores hasta llegar a París para retornar al seminario de donde nunca debió salir. Pero aquí empezaron a torcerse las cosas porque en Ausburgo le pidieron el puñetero billete, así que el revisor avisó a la policía que, al cachearlo, encontraron la pistola. El muy idiota, en vez de deshacerse de ella ya que no le serviría de nada, la conservó, así que lo pusieron en manos de la Gestapo porque eso de ir por el Reich armado sin licencia estaba muy feo. Si no hubiese llevado encima la Schmeisser simplemente lo habrían echado del tren y santas pascuas. Pero estaba claro que mientras la diosa Fortuna favorecía a su aborrecido Adolf, a él le volvía la espalda cada dos minutos.

Con todo, la Gestapo tampoco sospechó nada raro entre otras cosas porque Bavaud, que debía tener un pico de oro, les largó una apasionada filípica sobre lo maravilloso que era el nacionalsocialismo, así que se limitaron a enviarlo a juicio a principios de diciembre acusado de tenencia ilícita de armas y por viajar sin billete, lo que se habría saldado con una pena menor. Pero cuando la Gestapo recuperó el equipaje que había abandonado en la pensión de Munich donde se había alojado e inspeccionaron el contenido empezaron a saltar todas las alarmas. Aparte de una caja de munición, había un mapa de Munich y otro de  Berchtesgaden lleno de anotaciones que delataban claramente a nuestro hombre. Aunque inicialmente intentó hacerse el loco, en cuanto le apretaron las clavijas y le dieron de palos cantó de pleno. Así pues, en febrero de 1939 lo acusaron formalmente de intentar asesinar al führer, y aquello ya era muy gordo. Fue trasladado a Berlín para ser procesado, y las cosas no pintaban nada bien para nuestro voluntarioso aspirante a héroe mundial.

Hans Fröhlicher, el timorato embajador suizo
Y aquí es cuando tuvieron lugar una serie de ignominiosos hechos por parte del embajador suizo, Hans Fröhlicher, que no solo se negó a prestarle asistencia jurídica, sino incluso a intercambiarlo por un agente de tercera categoría que tenían encarcelado en Suiza tal como le ofreció la misma Gestapo. De hecho, ni siquiera se molestó en informar a la familia de Bavaud de lo que estaba ocurriendo. Y mientras tanto, la Gestapo intentaba por todos los medios sonsacarle al desdichado Bavaud si había alguien más en el ajo, y cuando a esos cafres se les metía algo en la cabeza sabían sacar información hasta de un adoquín de acera. Sin embargo, finalmente se convencieron de que había actuado solo. Fue juzgado en secreto por un tribunal popular el 8 de diciembre de 1939, siendo condenado a muerte, cosa que estaba cantada desde el primer momento. No obstante, su abogado de oficio, Franz Wallau, tuvo la valentía de pedir la absolución ya que, al cabo, ni siquiera había llegado al intento material del magnicidio, alegando además que planear algo no era en sí un delito, pero fue inútil. Su suerte estaba echada.

Entrada de la siniestra prisión de Plötzensee, en cuyo interior fueron
ejecutadas miles de personas bajo el régimen nazi, desde aristócratas
y militares de alto rango a simples delincuentes comunes de la más baja
estofa. Era uno de los símbolos de la represión del régimen
Maurice Bavaud fue enviado a la Todeshaus (la Casa de la Muerte) de la siniestra cárcel de Plötzensee, en Berlín, y aunque la ejecución estaba prevista para enero de 1940, aún tuvo que esperar varios meses ya que, al haber estallado la guerra, a la Gestapo le dio por investigar si el complot de Bavaud podría estar promovido por alguna potencia extranjera. Tras interminables interrogatorios llegaron a la misma conclusión anterior, que había actuado por su cuenta. Finamente al amanecer del 14 de mayo de 1941 fueron a buscar al reo a su celda, donde previamente le había rapado el pelo del cuello. A continuación fue conducido con el torso desnudo hasta la siniestra Fallbeil de Plötzensee, donde fue decapitado. Pero la cosa no quedó ahí. Cuando Francia fue ocupada, la Gestapo, que no olvidaba absolutamente nada, interrogó a los compañeros de seminario de Bavaud, poniendo especial interés en Marcel Gerbohay que, al cabo, había sido el instigador de toda aquella trama. Delatado por la correspondencia que se halló en el equipaje de Bavaud, fue detenido el 1 de enero de 1942 en Pacé, donde vivía su madre. El 11 de enero del siguiente año fue juzgado por instigador y condenado a muerte en Berlín, siendo también ejecutado en la guillotina de Plötzensee el 9 de abril. Por cierto que este peculiar sujeto, tras haber repetido mil veces que descendía de los Románov, cambió de discurso para afirmar que en realidad era un hijo bastardo del general De Gaulle. 

La guillotina de Plötzensse. Acojona una
burrada, ¿que no?
Tras la guerra, la familia de Bavaud solicitó la nulidad del proceso ya que, al cabo, su intento de matar a Hitler había pasado de ser un delito a un acto heroico. Así pues, en 1956 nuestro hombre fue legalmente absuelto por el gobierno de la República Federal Alemana y pagaron a la familia una indemnización de 40.000 francos suizos. Sin embargo, el gobierno de Suiza tardó 50 años en admitir que su embajador no solo no había actuado conforme era su deber, prestando todo tipo de ayuda a un súbdito suizo retenido en un país extranjero, sino que se negaron a aceptar el trueque por el agente alemán que le habría salvado la vida. No fue hasta noviembre de 2008 cuando Pascal Couchepin, presidente de Suiza, lo declaró un héroe y hasta le levantaron un monumento en Hauterive, en Neuchätel, la comuna natal Maurice Bavaud. Para que luego digan que los suizos son muy legales y tal...

Bueno, así fue este curioso intento de atentado contra el ciudadano Adolf que, seguramente, era desconocido para muchos de Vds. Aprovechen la ocasión para contarlo al cuñado que ha visto 16 veces la peli esa de Tom Cruise en la que hace de von Stauffenberg y lo dejan planchado para al menos un mes o dos.

Ya seguiremos, porque este fue uno de los muchos atentados que tuvo el puñetero Adolf pero no hubo forma de cargárselo al muy hideputa.

Hale he dicho

Monumento erigido en Hauterive en honor de Maurice Bavaud en 2011, obra de Charlotte Lauer. Para tardar lo que
tardaron en reconocerle al hombre el mérito ya podrían haberse esmerado un poco más y poner algo más heroico que un
palo de piedra de 5 metros de altura que parece un mondadientes gigante, carajo

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